domingo, 27 de noviembre de 2016

LA SUPERFICIALIDAD




Los enunciados y contenidos de varias propuestas espectaculares y pedagógicas que circulan hoy en el “mercado” de las artes escénicas de nuestro medio, y que pomposamente se anuncian en ésta y otras redes sociales, son un ejemplo claro (allí donde podría existir la revuelta, la contra-cultura real) del funcionamiento efectivo de un capitalismo radical apoyado en la rueda interminable del frágil anhelo siempre insatisfecho.

Las reformas y las rupturas en el campo de la evolución histórica de las artes escénicas se han producido siempre como consecuencia de la relación y posición entre sujeto y objeto en un determinado contexto histórico-cultural. Podemos ahondar en el tema —aunque no es este el espacio para hacerlo— por ejemplo, desde un enfoque paradigmático (Khun) o desde la perspectiva del materialismo histórico (Marx). Las condiciones de producción, los medios y la organización del poder y las relaciones sociales, junto a la singularidad de los artesanos y artistas, han producido una historiografía resultado de movilizantes tensiones en la cual estamos inmersos y de la cual somos consecuencia.
Desde un punto de vista más estructural, la relación entre el canon dominante y el rupturista es lo que ha motorizado y desarrollado las transformaciones de los objetos producidos y de la manera de percibirlos. Por mucho tiempo, este proceso de oposición se ha mantenido gracias al cumplimiento de la función específica de los sucesos componentes. Es decir, los elementos cuestionados del modelo dominante de turno, eran puestos en crisis por una opción (paradigma o enfoque) que proponía una posibilidad de ruptura real, de diferencia.
Sin embargo en el SXX, y más allá de la rica historia en este sentido, comienza a afianzarse luego del periodo de las llamadas vanguardias históricas, y en consonancia con la configuración de la crisis de la modernidad, la capacidad del sistema capitalista de fagocitar las resistencias a su lógica. En el campo del arte, el margen (la periferia), comienza a ser integrado como nunca antes a la rueda del mercado y sus características a ser explotadas como eficaces argumentos de marketing.

En nuestro medio y en la actualidad, la desmesura en la búsqueda de novedad o ruptura con respecto a los supuestos modos convencionales (digo supuestos porque muchas veces ni siquiera se los identifica), genera, paradójicamente, una “contra-cultura” que es totalmente funcional a la dominante puesto que, a esta altura de la historia, la polarización es una acción dominada y usufructuada con mucha eficacia por el sistema capitalista. La revuelta ciegamente opositora a los modos convencionales, es integrada, sin que —quizás sea esto lo más significativo— la “vanguardia iluminada”, muchas veces, siquiera lo note.    

Propuestas pedagógicas y espectaculares (con sus brillantes sistemas comunicativos) entramadas y organizadas con una rutilante puntada pero de frágil coherencia y articulación técnica, invitan a recorrer experiencias únicas y por sobre todo “nuevas”, “contemporáneas”.
Pareciera que la meta es la mera originalidad —la pomposa y glamorosa originalidad—, anhelada, instaurada y valorada en sí misma.
Lo que puede ser —y es— resultado de un proceso extenso y variable, se define, muchas veces, por la apurada instalación superflua y gratuita de fetiches: palabras, acciones y premisas clausuradas en su sentido y resonancia por el desgaste producido por una repetición ciega e irreflexiva. De manera similar a como funciona la lógica de la necesidad creada en el mercado de consumo de bienes materiales, las cáscaras de lo “nuevo” se instalan y los resultados formales y expresivos se clausuran en el modo de los hacedores y en la percepción del espectador.  
La oferta corre atrás de una demanda cada vez más insaciable de “novedad” pero incapaz de comprensión, y responde pasivamente con un discurso (palabras, términos, conceptos y acciones in) que se pretende radicalmente renovador pero que, por su abono a este ciclo de consumo desmesurado, se vacía de contenido. La profundidad que requiere el trabajo sobre cualquier objeto escénico singular se diluye en la horizontalidad fofa y extendida de la superficie de algunos conceptos y recursos atados con alambre: un poquito, muy poquito, de todo bien misturado y sazonado con las especias de moda que traen los “adelantados” de turno.
Una pedagogía y un hacer instalados en la seducción del discurso (con las infaltables vedettes y primeras figuras), y no en la promoción autogestionada, responsable y humilde de la experimentación artesanal del ejercicio (en sus planos técnico y ético) profesional.    

Hoy se aplaude con todo derecho pero sin mucha crítica, a alguien contando sus experiencias privadas o la vida privada de cualquier otro/a, apelando a la empatía emocional, al igual que sucede en las formas de comunicación cotidianas; a espectáculos cambalache construidos con los fetiches de turno como un micrófono, una pantalla más un poco de cumbia y/o reggaeton y un poco de realismo exacerbado en el desempeño actoral cuando la realidad nos muestra un collage de estímulos sin relación; a un muchacho que le dice a los espectadores de manera muy trash lo malo que es el capitalismo en un teatro de Palermo, Almagro o Boedo, donde una población de panza llena se va, luego, a cenar por $200 como mínimo por cabeza después de haber pagado por la entrada $150 como mínimo por cabeza; a la mixtura de lenguajes porque sí, así como en el día a día hacemos muchas cosas porque sí; a espectáculos que plantean que el arte nos salvará de “la agonía del Eros” cuando el discurso fotográfico del flyer y de las redes sociales es el de Calvin Klein (aunque claro está, Calvin se lo afanó antes al gran Mapplethorpe); a una manifestación escénico-política con buenas intenciones pero con ideas revolucionarias y “deseosas” importadas de Italia, con formas y procederes importados de Alemania y mezclada con la arenga política de los últimos 12 años enquistada en un póster desvirtuado de los 70´s, haciéndole el juego a los mismos salames de globitos amarillos que pretenden resistir;  a la violación reiterada del concepto de performance para justificar unas entretenidas pero, al fin y al cabo, simples estudiantinas. En el campo pedagógico, por ejemplo, se ofertan y se asiste a talleres y propuestas pedagógicas varias que plantean una dudosa “revolución del cuerpo” porque se dieron cuenta ahora (aunque es más viejo que Magoya) que el teatro no era solo el texto literario y la expresión emotiva y empática; y que, además, el desempeño de ese cuerpo escénico en cada época, responde al contexto histórico social y a algunos principios que lo atraviesan. 

Para las propuestas y acciones pomposas y desmesuradamente anhelantes de novedad (en espectáculos y talleres), la legitimación es cada vez más veloz puesto que la instancia de reflexión es cada vez más lenta. Los espejitos de colores siguen funcionando. Se corre atrás de títulos, frases, conceptos y hasta ideologías (que no dejan por esto de ser valiosas) para mantener llena la góndola de ofertas y captar mejor a los “consumidores” solo por el atractivo de sus superficies. No hay tiempo para la profundidad porque mañana habrá que instalar otra novedad con selfie incluida y copyright de “adelantado”.

Es un problema táctico, no estratégico. La estrategia de oposición del arte a la cultura dominante se puede sostener, si eso es lo que se pretende, pero la táctica esta equivocada. Quizás la oposición a un sistema cultural dominante cada vez más aceitado no puede prosperar hoy desde una reacción de oposición formal radical puesto que en el momento que se instala y se determina el valor de producción del objeto periférico, es rápidamente incorporado, utilizado y descartado. Quizás sea éste un momento para que el disenso con la convención o la acción precedente sea de intercambio y no de ruptura. La ruptura aniquila y produce una polarización. El intercambio, por establecer claramente ambos polos de la comunicación, impide la licuación del y de lo otro
Quizás lo “contra-cultural” hoy en las artes escénicas sea revalorizar el relato pero no solamente desde el punto de vista argumental, sino, principalmente, desde la perspectiva que atañe específicamente a lo formal.
Quizás la manera de desplazar la “escenificación” que le arrebataron al arte escénico no sea a partir de invertir la ecuación, esto es, cotidianizar el escenario, sino duplicar la potencia de lenguaje singular y de verdad de la ficción para deshacer la hipocresía del obsceno relato ficcional de la realidad (socio-político-cultural). Solo quizás.
Lo que está claro es que la revuelta es deglutida una y otra vez, y el medio escénico, en términos de novedad, está domesticado. No es esto necesariamente un problema en sí mismo. El problema es no visualizarlo y sostener con burbujitas la espuma soberbia y canchera de la superficie.

Diego Starosta
Buenos Aires, noviembre de 2016


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